La cuarta
persona






I


Abrí lentamente los ojos. La luz iluminó ciertos contornos, percibí algunos sonidos de la ciudad allá afuera, se hizo el mundo. Una noche antes, sin razón aparente, le había escrito a mi amigo Ismael, quien vive en Buenos Aires. Ahora tenía un mensaje suyo en el que me contaba que había estado de viaje en Sri Lanka y se dirigía a China. Me invitaba a unírmele. La idea me parecía disparatada y, tal vez por eso mismo, accedí de inmediato. Metí a todo trapo algo de ropa y poco más a una mochila y compré el primer boleto de avión a la ciudad donde nos encontraríamos. No tenía claro qué haría en un país como China, es verdad, pero aquella nimiedad no despertó en mí ninguna duda: estaba decidido. Nada me ataba a nada. Luego de aterrizar en uno de los innúmeros aeropuertos del gigante asiático, me encontré a otra amiga, Haydé. Curiosamente, habíamos elegido el mismo destino para vacacionar, lo cual aceptamos de inmediato sin apenas reparar en tamaña coincidencia, como quien conoce de sobra los pormenores de la historia, y navegamos así, dúctiles y dóciles, por las aguas mansas de un río que resurge y se reencuentra con su cauce tras años de sequía. De camino a la puerta de salida de la terminal aérea, discurrimos por pasillos que se ensanchaban primero para luego angostarse y, a nuestro paso, se abrían compuertas que cruzábamos y agujeros por los que caíamos o a través de los cuales éramos succionades sin que nada pudiera perturbar nuestra animada conversación. En algún punto, nos encontrábamos a Ismael y les tres tomábamos un teleférico hasta la cima de una colonia de hongos ingentes como baobabs en cuyos sombreros nos sentábamos a contemplar un paisaje de entresueños. En el cielo diurno, una luna creciente se difuminaba entre nubes vaporosas y recuerdo haber pensado que aquel cielo y todo lo que veíamos era sin duda singularísimo, propio de aquel país. En ese momento, Haydé nos preguntó cuáles eran nuestros planes. Al toque, Isma extrajo de su mochila una libreta con dibujos, mapas, anotaciones varias de niño explorador, y nos la mostró al tiempo que nos contaba la trama de aventuras que lo había llevado hasta ahí. Yo, en cambio, admití no tener plan ninguno. Ismael, a su vez, preguntó si habíamos traído algunos libros que pudiéramos prestarle, pues ya se había leído todos los suyos. Haydé afirmó sin titubeos que ella tenía de sobra. Tampoco yo había traído nada particular, lo cual me hizo sentir estúpido y descuidado. Reconocí que solo llevaba dos conmigo y los saqué tímidamente y los mostré. Haydé los tomó y estudió con gesto adusto. Uno de ellos, dictaminó al fin, estaba desfasado, ofrecía información ya superada y valía más deshacerse de él; el otro, en cambio, era crucial, un compendio maravilloso de todo lo que había que saber en ese momento de la existencia.

II


Congregades en aquel sitio mágico, se manifestó una presencia masculina cuyo nombre, si lo tuvo y lo dijo, no recuerdo ahora, solo recuerdo que su compañía nos resultó tan grata que, de pronto, nos descubrimos parte de un todo. No sé si fue Haydé o Ismael quien planteó alguna cuestión que dicha presencia respondió con suma naturalidad y diligencia —sin que pueda determinar ahora si apareció en aquel instante o ya estaba ahí— y les cuatro, en silencio, nos sumergimos en la disolución de nuestros egos. En absoluta paz. En la rendida aceptación del momento presente. Tiempo después, no podría decir cuánto, abrimos los ojos de nuevo, lentamente, y aquel sueño de entremundos volvió a sugerir ciertos contornos, a dejar escapar algunos delicados sonidos. Haydé anunció entonces que se retiraba a su hotel y se despidió de nosotros, pero enseguida recordé que yo no había resuelto dónde alojarme y decidí ir tras ella para pedirle alguna recomendación. Guiado solo por la intuición, encontré el lujoso hotel de Haydé en medio del bosque y entré resuelto. Subí por unas elegantes escaleras alfombradas hasta el piso donde estaba su habitación y tiré de un cordel que hizo repicar la campanilla de la puerta. Cuando esta se abrió, descubrí que no se encontraba en la pared, como suelen estar las puertas en los hoteles, sino en el techo, como una escotilla, desde donde Haydé se asomó de cabeza. De este modo, que parecía en ella algo de todos los días, me recomendó buscar en Google algún lugar económico donde pudiera quedarme. Agradecí la sugerencia y volví adonde estaban los gurises, pero Isma, si no se había ido ya, estaba por irse, y me quedé a solas con aquella presencia masculina sin nombre y sin rostro que, sin embargo, me resultaba tan dulce y parecía totalmente dispuesta a acompañarme.

III


Sin saber bien ni cómo, Presencia Masculina y yo terminamos a bordo de la camioneta de un buen hombre que nos ofreció quedarnos en una pieza de la casa que compartía con su familia en el campo. Era un cuarto sin mucha cosa, desprovisto de muebles, pero que aceptamos con gusto dada la buena disposición del tipo aquel que, extrañamente, tanto me recordaba a mi padre. Ni bien se hubo retirado nuestro anfitrión, Presencia Masculina y yo decidimos salir a conocer los alrededores. Caminamos por colinas, rodamos en el pasto, hablábamos de todo un poco, reíamos de vez en cuando, nos abrazamos. No había forma de sentirse solo en tan grata compañía y, sin embargo, aquella saciedad tampoco llegaba a desbordarse en el hartazgo, pues antes, mucho antes de que tal cosa pudiera llegar a ocurrir, recobrábamos el silencio y la quietud y nada parecía hacernos falta. La caminata nos llevó a una loma desde la cual tuvimos una visión más amplia de los vastos campos de arroz que rodeaban la casa donde pasaríamos la noche. Cierto halo de irrealidad se desprendía de todo cuanto alcanzábamos a ver, como si aquel lugar fuera un intersticio entre distintos planos. En ese momento, exhaustos, nos echamos a reposar sobre una roca de buen tamaño cuyas formas sugerían una mano abierta. Ahí, Presencia Masculina, sin previo aviso, hizo aparecer unos marcadores de colores y una libreta parecida a la de Ismael que colocó en sus rodillas y empezamos a dibujar primero imágenes reconocibles: ríos, árboles, rayos de sol; después, patrones, estados de ánimo, secretos sin palabras, hasta que alguno de los dos, él o yo, se quedó dormido y después el otro. Decidí entonces que quería vivir en aquel país. Tomé un avión y regresé a Montevideo o a la ciudad de México, no recuerdo bien, dispuesto a mudarme ahora a China. Extrañaría el lugar donde aprendí a amar el Río de la Plata, por supuesto, o aquel otro en el que viví nueve años y ejercité en gran medida la amistad, pero estaba decidido. Nada me ataba a nada. Unos días antes de volar a Oriente, me encontré a las gemelas Godoy afuera de un pequeño restaurante. Paty me explicó que habían quedado atrás los años que vivió en Madrid. Ahora ella y su hermana tenían aquel emprendimiento. Les resultó extraño que yo no estuviera al tanto, pues lo habían anunciado en un grupo de escritores al cual, les aclaré, yo no pertenecía. Les conté entonces que estaba a punto de irme de la ciudad, que tenía casi todo pronto, y ellas me preguntaron si me regresaba a Hermosillo, al desierto en el cual crecimos y empezamos a querernos, pero les aclaré que aquello no estaba entre mis planes. ¡A China, chiquilinas, me voy a China! Dentro del restaurante, un empleado limpiaba el techo con un trapo que tenía otro uso, al parecer incompatible, y las Godoy se despidieron a prisa para ir a corregir tal situación. Entre adioses, Olivia me aseguró que me incluirían en el grupo de escritores.

IV


Ahora no recuerdo bien a bien cómo acabó la cosa. Seguro yo regresé a China y me reencontré con Presencia Masculina, pero no lo sé con certeza. Supongo que fue así porque me sentía pleno a su lado, el alma en paz, y él parecía dispuesto a estar ahí conmigo sin mayores pretensiones ni porqués. Nunca nos besamos, eso es cierto, o al menos no que yo recuerde. Quizá no era un amor erótico el nuestro, sino pura amistad, un cariño puro y nada más. Quizá no era un otro, sino yo, algún aspecto de ︎︎︎︎︎ con el que había de reconciliarme e integrar mejor. O un padre. O Dios. O una promesa. O el misterio.





Escrito por:

Iván Sierra
(Obregón, 1980).
Editor, blogger, narrador, un poco poeta. Fue coeditor de la edición mexicana de la revista Vice. ERRR Books publicó su libro de no ficción Chinga tu madre, papá. Actualmente radica en Montevideo, Uruguay, desde donde comanda el taller de ediciones digitales The Golden Page.
Ilustrado por:

Andrés Hernández
(Monterrey, 1996).
Es una ilustradora y escritora mexicana no-binaria actualmente radica en la ciudad fronteriza de Tijuana, Baja California. Su práctica artística se enfoca en abordar temas socialmente relevantes desde una perspectiva íntima, centrando narrativas personales y destacando experiencias que han sido significativas desde un punto de vista emocional. Recientemente publicó su novela we used to move through the city like doves in the wind (2021), editada por Women's Studio Workshop.