La historia
de la música







“Bájale a ese infierno”, gritaba mi hermana cuando después de algunas horas no soportaba el sonido que orquestaba mi grabadora, fiel compañera de tardes de tareas y sueños de adolescencia. Era como un perro negro echado sobre el escritorio, ladrando heavy metal o cualquier novedad ruidosa que pasara por mis manos en forma de cassette. “Que le bajes a tu desmadre”, agregaba, golpeando la puerta de mi cuarto con la autoridad de hermana mayor hasta que me daba por enterado. Le bajaba unas rayitas al volumen sin abrirle la puerta, continuaba con lo mío: quizá elaborando una ficha sobre el recién fallido transbordador Challenger, escudriñando en las revistas de música el siguiente pedazo para el collage en la pared de mi recámara o temiendo que el mundo acabara pronto en una guerra entre rusos y gringos.


Yo era de esos raros a los que les gustaban las clases lo mismo que los recreos, espacio que aprovechaba para reunirme con un grupo pequeño de metaleros: Dani, el Pato, el Compa y yo. Hablábamos de nuestra música, cada vez menos de futbol y más sobre mujeres, a quienes sólo veíamos desnudas en revista y a escondidas de los profesores. Un día, Dani, a quien yo consideraba un adelantado musical, me mostró un cassette de portada azul con una silla eléctrica al centro, cruzada por los rayos desprendidos de unas letras pesadas, sólidas y voluminosas.

—¿Ya oíste a Metallica?
—No, ¿qué tocan?
Thrash
—¿Y eso qué es?
—Pues algo más denso que el metal, un poco más rápido y rasposo; en otros momentos lento, repetitivo e imparable.

Pause. Las palabras de Dani se transforman en guitarrazos ensordecedores, una batería incansable y un bajo machacón que una voz aguardentosa usa de cauce hasta mis oídos. En el patio del colegio solo estamos él y yo, el sol brilla quieto, el aire nos recorta y con ello nos inmortaliza. Play.

—Es apenas su segundo disco, pero están muy cabrones.
—Pues rola, ¿no?
—Va, mañana te traigo una copia.

Esa tarde papá regresó a casa temprano. Yo había acabado mi tarea, así que el resto de mi tiempo lo pasé en el batiente de la entrada a casa. Llegó con otro ataque de asma. Algo que se hacía cada vez más frecuente pues el frío, como cada otoño, deshojaba sus pulmones a tosidos. Entré tras él. Mi mamá lo recibió con la jeringa cargada de la dosis necesaria para calmarle. Me encerré en mi cuarto, encendí la grabadora, subí el volumen.

Forward. Iron Maiden desgañita el “Número de la bestia” a través del iPhone enlazado vía Bluetooth al estéreo de mi auto. Conectando las tres cosas que desde pequeño atrajeron mi atención: la tecnología, la música y los autos, a los que la gente de mi generación consideraba símbolo de crecimiento y que en los últimos tiempos han sufrido una transformación que no termina por encantarme. Empezando por la liposucción a la que han sido sometidos, hasta la suavidad en los interiores con materiales más plásticos, cómodos y redondeados, en comparación con las máquinas de fuego en las que montábamos toda nuestra capacidad de seducción frente a las chicas.

Six six six the number of the beast”, canto imitando la gatuna voz de Dickinson, mientras manejo recordando a Dani, ese recreo y aquella tarde, sintiendo a mi hermana a punto de acercarse, esta vez al cristal de mi coche, para pedirme que le baje a mi infierno. Sin embargo, estoy en mi cuarto, encerrado, leyendo en el tomo uno de la enciclopedia, la definición de la palabra asma por enésima vez, con la Lettera 25 mostrándome su gran dentadura y sacándome la lengua con una hoja en la que esperaba por algún ejercicio de mecanografía. Stop.

Dani llegó al día siguiente con la copia prometida y yo con el cassette virgen, de preferencia BASF, tal como indicaba el trato. De inmediato la introduje en el Walkman que me prestaba el Pato, a cambio de un resumen con mis apuntes de ciencias sociales. Escuché solamente canción y media, antes de que sonara el timbre que nos convocaba a continuar las clases, pues eran temas alargados por introducciones heroicas, solos épicos y puentes musicales tan largos como los que empezaban a construirse en la ciudad.
Afortunadamente, la clase era de español, una de mis preferidas; por lo que mi ansiedad se vio anestesiada por las explicaciones cansinas de don Chebo, a quien seguía con interés, pero con un deseo urgente porque avanzara lo más rápido posible. Quería estar en casa oyendo cada detalle de este gran hallazgo.

De pronto una interrupción. La asistente de la dirección se apersonó en la puerta del salón, se acercó al maestro y le dijo algo al oído. Don Chebo me ubicó con la mirada en el salón. Asustado recogí mis cosas y acompañé a Lupita hasta la salida, donde me esperaba el Amiguix, uno de los choferes de papá. Asustado y ahora confundido, escuché a Lupita que decía algo sobre un hospital, de un paro respiratorio y de que todo estaba bien, mientras mis oídos huecos repetían la letra de lo único que enchufé de la primera canción del cassette: “Fight fire with fire, ending is near, fight fire with fire, ending is near, fight fire with fire, ending is near”... me temía lo peor. Me quedé helado por unos segundos con el coro como disco rayado.

Rewind. Odayar ocsid omoc oroc le noc otnemom nu rop odaleh édeuq em, roep ol aímet eM... regreso la cinta hasta el principio, está vieja, aterida por los años sin uso que desempolvó del baúl de los recuerdos. La pongo en una grabadora que compré en una tienda de viejo que ubiqué en Google, y doy play.
Por la noche, cuando regresó una cierta normalidad, lo único que encontré fue la caja que Dani me entregó rotulada con su letra: “Metallica. Ride the lighting”. A la distancia veo en su intento de diseño de portada más bien un garabato, que ese día me puso frente una réplica casi exacta del álbum más importante de la historia de la música, y que me mantuvo en alerta los días siguientes hasta que recuperé el cassette del Walkman del Pato; anhelaba, ahora lo sé, que la rudeza de los acordes mitigara el dolor que se me acumulaba en el pecho estallándolo en mis oídos.

Fast forward. Me encuentro cerca de un escenario demasiado austero para el tamaño de banda de la que se trata. Es la primera noche que toca en mi ciudad. Han pasado más de veinte años desde que los conocí, metidos en unos cojines amarillos apretados a mis orejas y que ahora, despliegan en directo todas esas canciones que alguna vez montaron infiernos en la casa de mis padres. Dani está junto a mí como si fuera otro recreo. Papá ya no tose. Estoy feliz.



Escrito por:

Rodolfo Orozco 
(Guadalajara, 1971).
Estudió Ciencias de la Comunicación en la UNIVA. Es creativo publicitario y asesor de marcas. Ha publicado Lo que duden las palabras (2013), Robaplanas (2018) y Beta tester/la nostalgia del futuro (2019) en el que aparece el cuento ganador del XXXII Premio Nacional de Cuento Fantástico y Ciencia Ficción Puebla 2016.
Ilustrado por:

Eduardo Memphis
(CDMX, 1989).
Ilustrador digital obsesionado con la nostalgia y la moda. Estudió Animación y Arte Digital en el ITESM Campus León. Desde 2013, colabora en proyectos freelance bajo el sello Mundo Memphis, y en 2016 formó parte del Catálogo Iberoamérica Ilustra. Actualmente es Diseñador y Creativo Senior para The Walt Disney Company Mexico.